Cadáver exquisito, Grupo Ruans
miércoles, 5 de agosto de 2009
De no creer
Cadáver exquisito, Grupo Ruans
jueves, 12 de marzo de 2009
Danza visual

Sus pupilas componen
y unas falanges dobladas
ejecutan la pieza entera
El iris camaleónico
pierde mi razón
y en espirales corre, asustado
En hipnosis,
recito el himno
de mi escepticismo, de mi alexitimia
Y las miradas, fundidas
aprenden los pasos de baile
que nuestras piernas torpes nunca sabrán
Y en el baile de ojos, reímos
porque sabemos lo absurdo del mundo
que no es capaz de danzar en nuestra pista, virgen
domingo, 1 de marzo de 2009
En alquiler

Nos gustaba coleccionar objetos cotidianos de todo tipo, totalmente insignificantes e irrelevantes para el desarrollo de nuestras vidas.
Tomábamos migas de pan, las convertíamos en un enorme, perfecto refugio-camino para nuestra posterior colección de hormigas a causa de razones poco higiénicas, acaso evidentes.
La casa no tenía los típicos muebles guarda objetos que suelen tener las casas (bastante absurdo dada nuestra capacidad, obsesión con la recolección de objetos cotidianos de todo tipo, totalmente insignificantes e irrelevantes para el desarrollo de nuestras vidas). Se había transformado (acaso siempre lo fue) en un lugar imposiblemente habitable, es decir, inhabitable, es decir. Las colillas del tabaco se unían formando esculturas alrededor de las paredes, en los zócalos, en las bisagras de todas las puertas del no dulce hogar. Aunque dulce podría haber sido, inmensa cantidad de granos de azúcar negra, impalpable, blanca, habían sido tendidos conformando tiernas casitas que parecen de mazapán, salidas del cuento de Hanzel y Gretel. La colección que nos confería más orgullo y sensación de paternidad era la de moho y hongos que se extendía indiscriminadamente por los rincones más oscuros y siniestros de la casa de colección.
Podría seguir enumerando por páginas y páginas aquel museo de objetos cotidianos de todo tipo, totalmente insignificantes e irrelevantes para el desarrollo de nuestras vidas. Sin embargo, hay algo que me lo impide, la impaciencia de contar (en esta colección de letras amontonadas en la colección de papel para mi colección de amigos) que dejaron de tener la cualidad de insignificantes e irrelevantes para nuestras vidas. Todos aquellos objetos y cada uno de ellos habían cobrado para nosotros una suprema relevancia y significación. Básicamente eran nuestras vidas expuestas a aquel museo de…
No importa cómo llamarlo. Podríamos decir que era un museo, sí, hagámoslo. De acuerdo: el museo debía cobrar entrada. Colección de monedas, billetes enrollados con formas exorbitantes, otros varios con algún tipo de significado para nuestra clientela que hacía una perfecta línea, impecable para completar el museo. Una colección de clientela, qué idea magnífica, excelente. Habría que conservarlos en plástico o en latas (también pertenecientes a nuestra colección), lo que fuera para impedir el constante movimiento de sus miembros rompibles. ¿Sería necesario acaso el consentimiento de cada uno de ellos? Absurdo, sería un acto de injusticia para el resto de los integrantes del museo que no fueron consultados para sugerir un método, un lugar de exhibición, y demás. También podrían ponerse exigentes acerca de los métodos e instrumentos que jamás son utilizados para limpiar y mantener con vida a los integrantes del museo, ya que dichos instrumentos también forman parte de él. Y por supuesto que, descontando el hecho de que seguramente con el tiempo y la humedad (también éstos formaban parte del museo de colección) ayudaran, ampliaran la proliferación de hongos, mohos, musgos y otros varios. Todo se dificultó cuando la clientela despertó de un letargo producido intencionalmente por nosotros. Comenzaron a exasperarse, a pedir explicaciones, ¡a correr hacia todos lados sin ningún tipo de respeto por nuestro trabajo en el que habíamos puesto tanto empeño, tantos años! La situación era intolerable (la agregamos a la colección de diversas situaciones). No nos quedó otra opción que convertir nuestro museo en una tienda (cuestión que también se tornaría intolerable, sobre todo debido a nuestro desagrado por negocios y tales, que no cabían en nuestra colección). Sin embargo podría haber funcionado. No entendimos nunca por qué falló aquella fabulosa idea que nos haría salir de la miseria en al que nos metieron nuestros clientes animados. Llegamos a preguntarnos si no habrían sido los espeluznantes comentarios tan poco demagógicos que circulaban por doquier, que fueron difundidos por críticos de arte, aficionados, otros grandes coleccionistas y el resto de la colección de humanidad. Nos llamaban mugrosos. Hipócritas, con qué derecho. Ni siquiera era arte, esculturas, retazos de memoria. No podrían haber acertado nunca.
Ahora se transformó en una tienda. Sí, en una tienda de colección de objetos cotidianos de todo tipo, totalmente insignificantes para el desarrollo de las vidas ajenas, pero de alquiler. Nos alquilábamos entre nosotros para hacer lugar a la creciente cantidad de integrantes del museo-tienda que se nos ofrece en forma de trueque, para costear el intercambio que supone el tráfico mercantil de cada uno de nosotros.
martes, 24 de febrero de 2009
Disparador

Se escuchó. Tibio, sordo, esperanzador. En aquella noche sofocante, el calor abrasaba los cuerpos. Eran cuatro. Todos pelados, colgados, las peladas colgaban hacia el costado, como si nada.
Sí, había sonado. Una vez. Se había confundido con los sonidos arrasadores de las motocicletas. Pero a nadie le quedaba dudas, era un disparo, ineludiblemente. Tenían que inventarlo para que saliera un tema de escritura. No toleraban más estar ahí, callados, a la expectativa, cada uno sumido en cavilaciones de toda índole. Los cuatro escribían sobre disparos y esos disparos, que eran cuatro, sonaban en ecos.
Uno tomaba su cabeza, exprimiéndola para encontrar la víctima de aquel disparo.
Otro, atento a su alrededor, buscaba la situación propensa para que se produjera aquel suceso.
La otra, masticando el bolígrafo, le sacaba punta a las causas, las motivaciones que habían conducido a ese hecho ya consumado.
Pero ninguno de ellos veía que la víctima de aquel disparo eran esas cuatro hojas en blanco que habían sido masacradas con palabras vomitadas, con balas de tinta consumiéndose.
La situación era aquella. Ese bar, con luz tenue, el reggae sonando de fondo, un suave murmullo en la parte trasera. Los bolígrafos en carrera, persiguiendo ideas que se escapaban. Los dedos inquietos, taladrando el vacío de argumentos. Los vasos vacíos, el culo de la cerveza. El cenicero apenas usado. Y las motos con vestigios de motor-disparo. Era aquel disparador.
La causa, las motivaciones. Un bloqueo comunitario. El vacío, ante la multitud de otras ideas. Pues los disparos tienden a producir una sensación de gran magnitud. Quién no tendría nada que decir frente a un disparo. Desde el más frío y violento, hasta el más piadoso y compasivo tendría que aludir a aquel hecho. Espectáculo de bárbaros, drama, tragedia, espanto, temor. Era el motivador, el disparador que todos precisaban.
La víctima: este cuento mutilado, sumergido en cerveza tibia, olvidada.
La trama: imposible divisarla, se la había ocultado detrás de todas las palabras, o se habían perdido en la embriaguez de la noche temprana.
El victimario: esta cabeza, pelada, colgando hacia abajo, el costado. Una soga de hilo sisal, precario, la somete. Así, colgada, pelada, destripada, esta cabeza fue capaz de producir aquel disparo, que sin embargo no ha sido escuchado aún.
El final: la cerveza derramada, nuevamente, la sangre chorreando sobre la hoja. Un jugo espumoso, carmesí, hundiendo las palabras que se esfuerzan por salir a flote para encontrar ese final esperado, que se esconde silencioso, detrás del sonido de una pistola muda. Este bolígrafo inmundo.
17/02/09