miércoles, 5 de agosto de 2009

De no creer

“No creo en la leche”, me dijo el muy atrevido. Empecé a preocuparme. Quizá debería ver si tiene fiebre, pensé, debe estar alucinando. A lo mejor son esas ideas locas que le meten los amigos. Ya los voy a agarrar, sinvergüenzas, andar metiendo esas locuras a inocentes. Seguro que se habrá juntado con esos… No lo puedo creer, qué voy a hacer con este chico. Si sigue así, dentro de poco ¿qué me va decir? Que no cree en el aire, que él no respira, que no existimos. Habrase visto… Cómo me va a venir con esas cosas… Yo le dije al Tito “El nene no me toma la leche, dice que no cree en la leche”. Se me quedó mirando y me dijo que tenía que ir al siquiatra. Yo no entiendo esas cosas. Le voy a decir a mi nene, pero si no cree en la leche, menos va a creer en los siquiatras. Ay, qué voy a hacer… Qué voy a hacer… Si le doy la chocolatada no me va a creer. Me dice que es una postura de vida, que él no puede aceptar la existencia de un líquido de tal calaña. Ma qué postura de vida ni qué ocho cuartos, "nene, tomate la leche y dejá de romper". Pero no cree, Aurora, el nene no me cree en la leche. Dice que la vaca no da la leche. Dice que es una ilusión. Ya no sé qué hacer con este nene. Y lo único que me falta es que me aparezca con un tercer ojo, una túnica naranja y un día me diga “Mamá me voy al medio de la montaña a hacer un retiro espiritual”. Y ahí qué hago, ¿eh? Dígame, Aurora, qué hago. Lo pierdo para siempre. Después de todo lo que yo hice por el nene. Las veces que me levanté a mitad de la noche para taparle los pies, porque no sabe lo que el nene se mueve cuando duerme. Lo que lo cuidé cuando le agarraban los ataques de asma en el medio de la calle. Usted no sabe. Y ahora esto. El señorito no se toma la leche: no cree en la leche. Después de la buena educación que le di, las veces que le dije “Nene andá a hacer la tarea” y él que protestaba y pataleaba, hasta que se sentaba a la mesa, abría el cuaderno y yo le preparaba esos bizcochos que a él tanto le gustaban, mi nene querido, qué te hicieron. Pero te digo, Aurora, que son esos amigos bravos que tiene. No sé de dónde los sacó. Yo voy a ir a hablar con la maestra, a ver qué me dice, a ver cómo se comportan en clase. La otra vez vinieron a casa a jugar, a la tarde, después de la escuela. Calladitos, eran. Educados. “Sí, señora”, “No, señora” los hubiera visto Aurora, unos señoritos. Les serví la leche con unas galletas. Una receta que heredé de la Nona, Dios la tenga en la gloria. Una receta de años. Y a que no sabés, a que no te imaginás. Yo estaba viendo ese programa que miro a la tarde, te das cuenta de cuál te hablo, ese que empieza a las cuatro, y les puse esos dibujos que miran todos los chicos, que los tiene embobados. “No miramos tele, señora”, me dijeron. Y me dejaron el plato lleno, ni probaron las galletas de la nona. Y de la leche mejor ni hablo porque me sube la presión. No, no, si esto me huele mal. A leche rancia. Y pero si ahora vienen así los chicos. Uno les da todo y le salen así, ingratos. Les van a pasar por arriba. De no creer. Yo todavía estaba asustada de que me saliera ateo; a lo sumo, anarquista. Pero, ¿la leche? Estos críos son increíbles. ¿Qué tomaban del pecho cuando recién nacieron? No habrá sido gaseosa... Aunque para que anden pensando esas cosas, quién sabe qué madre rara habrán tenido. Y ahora le andan revoloteando alrededor a mi Franquito, él es tan ingenuo, se deja comprar con cualquier gansada. Pero qué le voy a decir, no puedo convencerlo de que crea en la leche. Mire, Aurora, ¿usted qué haría en mi lugar? Yo ya estoy pensando en decirle al Miguel que lo faje a ver si aprende por las malas, pero no va a empezar a creer en la leche por una paliza. Y le digo más, Aurora, la gente ya empieza a decir. Ya ahora que se vino el calor y la gente está en la puerta , o apoyada en la rejita, empieza a decir, vio. El otro día, lunes creo que fue, venía yo del almacén con dos sachés de leche y en esas me cruzo a Doña Carola, que venía del brazo con Filiberta, hablando; y se me quedan mirando calladas se me quedan mirando, y cuando ven la bolsa se me ríen entre dientes. Y a mí me cuentan lo que dice, el muchacho de la esquina me cuenta, que andan diciendo que el nene me salió satánico, que es comunista, y qué sé yo cuántas barbaridades más que usted no se da una idea. Yo ya no sé qué hacer, Aurora, este chico me hizo el hazmerreír del barrio, al Jorge lo gastan en el trabajo me cuenta, yo ya no sé qué hacer. Este domingo lo trato de llevar a la Iglesia a ver si el Padrecito me lo puede corregir. Pero me cuesta creer que esto sea una de esas cosas que se solucionan con un poco de agua bendita, sin ofender, que yo soy más católica que la Virgen. ¿Sabe qué pasa Aurora, quiere que me sincere? Porque yo soy ninguna sonsa. Así como me ve, yo era la mejor de la clase. Me dieron diploma de honor. Todavía tengo la medalla guardada en la mesita de luz, con la que me dio mamá cuando cumplí los quince. Por eso le digo que me escuche Aurora y me diga qué piensa, porque yo ya no puedo más así. No doy más. Es que Franquito siempre fue muy especial. De chico otros nenes lo burlaban porque andaba con el inhalador en el bolsillo del guardapolvo para todos lados, por las dudas, como yo le enseñé. Y los otros se reían, los sinvergüenzas. Desde chiquito que era distinto. De bebé. Por eso no creo que haya que darle mucha vuelta al asunto, ni meter en esto a los comunistas o a los compañeritos que son terribles, si usted supiera. No. Viene por otro lado. Está más claro que el agua, más claro que la leche. Le voy a contar desde el comienzo. Desde el parto. No se imagina cómo me costó darle la leche a Franquito cuando nació. No sé si usted sabe Aurora, pero yo era una maricona. No sabe el escándalo que hice para que no me hicieran cesárea y el nene que era grandote y no podía salir por parto natural. Y yo que lloraba y le gritaba al médico “ni se le ocurra abrirme la panza, ni se le ocurra”. Y después me habré quedado dormida porque no me acuerdo de nada más hasta que lo tuve a Franquito encima mío y no sabés Aurora, no sabés la de besos que le dí. Era un gordito precioso. Eso sí, me daba un miedo darle la teta. Un miedo bárbaro. Los primeros días le dio de comer otra mujer que estaba en el hospital que ya tenía como cuatro chicos y tenía leche para tirar al techo. Era un espectáculo. Después me fui aflojando hasta que le agarré la mano y el nene que al principio, de resentido nomás, no quería mi leche, le fue tomando el gusto de a poco. Y después todo fue normal. Por eso le digo Aurora, esto es cuestión de tiempo, es algo por lo que yo ya pasé. Por eso, en cuanto llegue del colegio me lo siento acá, en la falda, como cuando era un bebote morrudito y va a ver cómo de a poco va a ir aflojando.

Cadáver exquisito, Grupo Ruans

jueves, 12 de marzo de 2009

Danza visual


Sus pupilas componen
y unas falanges dobladas
ejecutan la pieza entera

El iris camaleónico
pierde mi razón
y en espirales corre, asustado

En hipnosis,
recito el himno
de mi escepticismo, de mi alexitimia

Y las miradas, fundidas
aprenden los pasos de baile
que nuestras piernas torpes nunca sabrán

Y en el baile de ojos, reímos
porque sabemos lo absurdo del mundo
que no es capaz de danzar en nuestra pista, virgen

12/03/09

domingo, 1 de marzo de 2009

En alquiler



Nos gustaba coleccionar objetos cotidianos de todo tipo, totalmente insignificantes e irrelevantes para el desarrollo de nuestras vidas.

Tomábamos migas de pan, las convertíamos en un enorme, perfecto refugio-camino para nuestra posterior colección de hormigas a causa de razones poco higiénicas, acaso evidentes.

La casa no tenía los típicos muebles guarda objetos que suelen tener las casas (bastante absurdo dada nuestra capacidad, obsesión con la recolección de objetos cotidianos de todo tipo, totalmente insignificantes e irrelevantes para el desarrollo de nuestras vidas). Se había transformado (acaso siempre lo fue) en un lugar imposiblemente habitable, es decir, inhabitable, es decir. Las colillas del tabaco se unían formando esculturas alrededor de las paredes, en los zócalos, en las bisagras de todas las puertas del no dulce hogar. Aunque dulce podría haber sido, inmensa cantidad de granos de azúcar negra, impalpable, blanca, habían sido tendidos conformando tiernas casitas que parecen de mazapán, salidas del cuento de Hanzel y Gretel. La colección que nos confería más orgullo y sensación de paternidad era la de moho y hongos que se extendía indiscriminadamente por los rincones más oscuros y siniestros de la casa de colección.

Podría seguir enumerando por páginas y páginas aquel museo de objetos cotidianos de todo tipo, totalmente insignificantes e irrelevantes para el desarrollo de nuestras vidas. Sin embargo, hay algo que me lo impide, la impaciencia de contar (en esta colección de letras amontonadas en la colección de papel para mi colección de amigos) que dejaron de tener la cualidad de insignificantes e irrelevantes para nuestras vidas. Todos aquellos objetos y cada uno de ellos habían cobrado para nosotros una suprema relevancia y significación. Básicamente eran nuestras vidas expuestas a aquel museo de…

No importa cómo llamarlo. Podríamos decir que era un museo, sí, hagámoslo. De acuerdo: el museo debía cobrar entrada. Colección de monedas, billetes enrollados con formas exorbitantes, otros varios con algún tipo de significado para nuestra clientela que hacía una perfecta línea, impecable para completar el museo. Una colección de clientela, qué idea magnífica, excelente. Habría que conservarlos en plástico o en latas (también pertenecientes a nuestra colección), lo que fuera para impedir el constante movimiento de sus miembros rompibles. ¿Sería necesario acaso el consentimiento de cada uno de ellos? Absurdo, sería un acto de injusticia para el resto de los integrantes del museo que no fueron consultados para sugerir un método, un lugar de exhibición, y demás. También podrían ponerse exigentes acerca de los métodos e instrumentos que jamás son utilizados para limpiar y mantener con vida a los integrantes del museo, ya que dichos instrumentos también forman parte de él. Y por supuesto que, descontando el hecho de que seguramente con el tiempo y la humedad (también éstos formaban parte del museo de colección) ayudaran, ampliaran la proliferación de hongos, mohos, musgos y otros varios. Todo se dificultó cuando la clientela despertó de un letargo producido intencionalmente por nosotros. Comenzaron a exasperarse, a pedir explicaciones, ¡a correr hacia todos lados sin ningún tipo de respeto por nuestro trabajo en el que habíamos puesto tanto empeño, tantos años! La situación era intolerable (la agregamos a la colección de diversas situaciones). No nos quedó otra opción que convertir nuestro museo en una tienda (cuestión que también se tornaría intolerable, sobre todo debido a nuestro desagrado por negocios y tales, que no cabían en nuestra colección). Sin embargo podría haber funcionado. No entendimos nunca por qué falló aquella fabulosa idea que nos haría salir de la miseria en al que nos metieron nuestros clientes animados. Llegamos a preguntarnos si no habrían sido los espeluznantes comentarios tan poco demagógicos que circulaban por doquier, que fueron difundidos por críticos de arte, aficionados, otros grandes coleccionistas y el resto de la colección de humanidad. Nos llamaban mugrosos. Hipócritas, con qué derecho. Ni siquiera era arte, esculturas, retazos de memoria. No podrían haber acertado nunca.

Ahora se transformó en una tienda. Sí, en una tienda de colección de objetos cotidianos de todo tipo, totalmente insignificantes para el desarrollo de las vidas ajenas, pero de alquiler. Nos alquilábamos entre nosotros para hacer lugar a la creciente cantidad de integrantes del museo-tienda que se nos ofrece en forma de trueque, para costear el intercambio que supone el tráfico mercantil de cada uno de nosotros.

martes, 24 de febrero de 2009

Disparador


Se escuchó. Tibio, sordo, esperanzador. En aquella noche sofocante, el calor abrasaba los cuerpos. Eran cuatro. Todos pelados, colgados, las peladas colgaban hacia el costado, como si nada.

Sí, había sonado. Una vez. Se había confundido con los sonidos arrasadores de las motocicletas. Pero a nadie le quedaba dudas, era un disparo, ineludiblemente. Tenían que inventarlo para que saliera un tema de escritura. No toleraban más estar ahí, callados, a la expectativa, cada uno sumido en cavilaciones de toda índole. Los cuatro escribían sobre disparos y esos disparos, que eran cuatro, sonaban en ecos.

Uno tomaba su cabeza, exprimiéndola para encontrar la víctima de aquel disparo.

Otro, atento a su alrededor, buscaba la situación propensa para que se produjera aquel suceso.

La otra, masticando el bolígrafo, le sacaba punta a las causas, las motivaciones que habían conducido a ese hecho ya consumado.

Pero ninguno de ellos veía que la víctima de aquel disparo eran esas cuatro hojas en blanco que habían sido masacradas con palabras vomitadas, con balas de tinta consumiéndose.

La situación era aquella. Ese bar, con luz tenue, el reggae sonando de fondo, un suave murmullo en la parte trasera. Los bolígrafos en carrera, persiguiendo ideas que se escapaban. Los dedos inquietos, taladrando el vacío de argumentos. Los vasos vacíos, el culo de la cerveza. El cenicero apenas usado. Y las motos con vestigios de motor-disparo. Era aquel disparador.

La causa, las motivaciones. Un bloqueo comunitario. El vacío, ante la multitud de otras ideas. Pues los disparos tienden a producir una sensación de gran magnitud. Quién no tendría nada que decir frente a un disparo. Desde el más frío y violento, hasta el más piadoso y compasivo tendría que aludir a aquel hecho. Espectáculo de bárbaros, drama, tragedia, espanto, temor. Era el motivador, el disparador que todos precisaban.

La víctima: este cuento mutilado, sumergido en cerveza tibia, olvidada.

La trama: imposible divisarla, se la había ocultado detrás de todas las palabras, o se habían perdido en la embriaguez de la noche temprana.

El victimario: esta cabeza, pelada, colgando hacia abajo, el costado. Una soga de hilo sisal, precario, la somete. Así, colgada, pelada, destripada, esta cabeza fue capaz de producir aquel disparo, que sin embargo no ha sido escuchado aún.

El final: la cerveza derramada, nuevamente, la sangre chorreando sobre la hoja. Un jugo espumoso, carmesí, hundiendo las palabras que se esfuerzan por salir a flote para encontrar ese final esperado, que se esconde silencioso, detrás del sonido de una pistola muda. Este bolígrafo inmundo.

17/02/09