jueves, 12 de marzo de 2009

Danza visual


Sus pupilas componen
y unas falanges dobladas
ejecutan la pieza entera

El iris camaleónico
pierde mi razón
y en espirales corre, asustado

En hipnosis,
recito el himno
de mi escepticismo, de mi alexitimia

Y las miradas, fundidas
aprenden los pasos de baile
que nuestras piernas torpes nunca sabrán

Y en el baile de ojos, reímos
porque sabemos lo absurdo del mundo
que no es capaz de danzar en nuestra pista, virgen

12/03/09

domingo, 1 de marzo de 2009

En alquiler



Nos gustaba coleccionar objetos cotidianos de todo tipo, totalmente insignificantes e irrelevantes para el desarrollo de nuestras vidas.

Tomábamos migas de pan, las convertíamos en un enorme, perfecto refugio-camino para nuestra posterior colección de hormigas a causa de razones poco higiénicas, acaso evidentes.

La casa no tenía los típicos muebles guarda objetos que suelen tener las casas (bastante absurdo dada nuestra capacidad, obsesión con la recolección de objetos cotidianos de todo tipo, totalmente insignificantes e irrelevantes para el desarrollo de nuestras vidas). Se había transformado (acaso siempre lo fue) en un lugar imposiblemente habitable, es decir, inhabitable, es decir. Las colillas del tabaco se unían formando esculturas alrededor de las paredes, en los zócalos, en las bisagras de todas las puertas del no dulce hogar. Aunque dulce podría haber sido, inmensa cantidad de granos de azúcar negra, impalpable, blanca, habían sido tendidos conformando tiernas casitas que parecen de mazapán, salidas del cuento de Hanzel y Gretel. La colección que nos confería más orgullo y sensación de paternidad era la de moho y hongos que se extendía indiscriminadamente por los rincones más oscuros y siniestros de la casa de colección.

Podría seguir enumerando por páginas y páginas aquel museo de objetos cotidianos de todo tipo, totalmente insignificantes e irrelevantes para el desarrollo de nuestras vidas. Sin embargo, hay algo que me lo impide, la impaciencia de contar (en esta colección de letras amontonadas en la colección de papel para mi colección de amigos) que dejaron de tener la cualidad de insignificantes e irrelevantes para nuestras vidas. Todos aquellos objetos y cada uno de ellos habían cobrado para nosotros una suprema relevancia y significación. Básicamente eran nuestras vidas expuestas a aquel museo de…

No importa cómo llamarlo. Podríamos decir que era un museo, sí, hagámoslo. De acuerdo: el museo debía cobrar entrada. Colección de monedas, billetes enrollados con formas exorbitantes, otros varios con algún tipo de significado para nuestra clientela que hacía una perfecta línea, impecable para completar el museo. Una colección de clientela, qué idea magnífica, excelente. Habría que conservarlos en plástico o en latas (también pertenecientes a nuestra colección), lo que fuera para impedir el constante movimiento de sus miembros rompibles. ¿Sería necesario acaso el consentimiento de cada uno de ellos? Absurdo, sería un acto de injusticia para el resto de los integrantes del museo que no fueron consultados para sugerir un método, un lugar de exhibición, y demás. También podrían ponerse exigentes acerca de los métodos e instrumentos que jamás son utilizados para limpiar y mantener con vida a los integrantes del museo, ya que dichos instrumentos también forman parte de él. Y por supuesto que, descontando el hecho de que seguramente con el tiempo y la humedad (también éstos formaban parte del museo de colección) ayudaran, ampliaran la proliferación de hongos, mohos, musgos y otros varios. Todo se dificultó cuando la clientela despertó de un letargo producido intencionalmente por nosotros. Comenzaron a exasperarse, a pedir explicaciones, ¡a correr hacia todos lados sin ningún tipo de respeto por nuestro trabajo en el que habíamos puesto tanto empeño, tantos años! La situación era intolerable (la agregamos a la colección de diversas situaciones). No nos quedó otra opción que convertir nuestro museo en una tienda (cuestión que también se tornaría intolerable, sobre todo debido a nuestro desagrado por negocios y tales, que no cabían en nuestra colección). Sin embargo podría haber funcionado. No entendimos nunca por qué falló aquella fabulosa idea que nos haría salir de la miseria en al que nos metieron nuestros clientes animados. Llegamos a preguntarnos si no habrían sido los espeluznantes comentarios tan poco demagógicos que circulaban por doquier, que fueron difundidos por críticos de arte, aficionados, otros grandes coleccionistas y el resto de la colección de humanidad. Nos llamaban mugrosos. Hipócritas, con qué derecho. Ni siquiera era arte, esculturas, retazos de memoria. No podrían haber acertado nunca.

Ahora se transformó en una tienda. Sí, en una tienda de colección de objetos cotidianos de todo tipo, totalmente insignificantes para el desarrollo de las vidas ajenas, pero de alquiler. Nos alquilábamos entre nosotros para hacer lugar a la creciente cantidad de integrantes del museo-tienda que se nos ofrece en forma de trueque, para costear el intercambio que supone el tráfico mercantil de cada uno de nosotros.