La noche
se me antoja eterna. Se cierne sobre mí sin doblegarme, ofrece un sinfín de
deleites a mi espíritu sediento. Tiene el poder de traer desde tierras
distantes una compañía añeja, inesperada, fructífera. Los libros me leen en una
sucesión cuantiosa, conformándome en múltiples personalidades sin índice y en
punto de fuga.
La noche
se me antoja eterna. Se yergue alborotada y profunda, se hace y deshace en
notas de tinta y vibraciones melodiosas. Tiene el poder de traer desde las
entrañas del tiempo la perdición de todo reloj; caen las agujas, los minuteros,
los segunderos se vierten sobre las sábanas cansadas; se desbaratan los
calendarios lunares, solares. La luna tiesa, en cualquiera de sus facetas,
revela los secretos más insignificantes y los más relevantes de la existencia.
O acaso fuera un mero reflejo en las aguas de una memoria inerte, fútil.
La noche
se me antoja eterna. La eternidad se vuelve noche, y como tal es tan bella,
oscura, profunda; existe cabalmente sólo para cada una de nosotras.
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