viernes, 25 de abril de 2008

Caracol


Solía recorrer toda suerte de museos, bibliotecas, teatros, centros comerciales, galerías. No tenía ninguna clase de atracción artística para con el arte… ni cuadros, ni esculturas, ni arquitectura, ni libros, ni obras de teatro, ni disposición de mercadería, ni análisis sociológico, ni nada por estilo. Paseaba por esos sitios que tuvieran escaleras, las estudiaba, las examinaba minuciosamente, las pisaba regodeándose de ello y luego las besaba con el pensamiento. Podría sonar irónico, pero las tenía en un altar.

Contaba los escalones, los repetía, inspeccionaba si variaría en algo el hecho de que se subiera o se bajara. Efectivamente se producía un cambio atroz. La perspectiva era tan diferente. Los objetos iban en otra dirección, miraban con otros aires, se plantaban de otra forma frente a él.

En los centros comerciales se paseaba por las noches, cuando todos los locales estaban cerrados y las escaleras mecánicas apagadas. La sensación vertiginosa que producía pisar cada escalón cuando en realidad debería estar elevándose sin que uno tuviera que mover los músculos de las piernas, haciendo un esfuerzo sobrehumano para poder levantar los pies de aquel magnético piso móvil y engañoso.

En los museos admiraba las empinadas escalinatas con peldaños de granito cubiertos por lujosas alfombras bordó.

Visitando bibliotecas descubrió que aquellos anchos y fúnebres escalones de madera escondían años de sabiduría, de anécdotas polvorientas.

Sin embargo, la mayoría del tiempo, lo que más disfrutaba era pasar las horas escalando por las espirales acaracoladas de las galerías.

Esa madrugada había salido con el traje de alpinismo, por si se topaba de casualidad con alguna montaña en el camino o quizá, escaleras dignas de encumbrar. Se acercó con paso terco y decidido. Al pie de este monstruoso adefesio caracolesco, se puso de rodillas, tomó con la mano izquierda su cadera y con el índice derecho dibujó sobre la primera grada una especie de signo indescifrable. Inclinó su cabeza, profirió una frase espiralada, se descalzó y sin más se dispuso a ascender.

Lo hacía concienzudamente, no dejaba atrás un pie, sin haberlo premeditado con todos los escrúpulos necesarios, así le llevara lo que le llevara. Cada escalón tenía su encanto, su historia, su exigencia de ser tomado como único, de ser amado, de ser pisado con cada milímetro del pie, de forma correcta, sin error alguno.

Lo curioso es que luego de haber contado tresmildoscientosdiecisiete, se paralizó. No porque estuviera cansado, su cuerpo jamás se fatigaría en la escalada de aquel monte de cemento curvo, sino porque su capacidad sensitiva se había atrofiado y ya no sentía como antes cada pisada, ya no le otorgaba aquel placer capaz de transformar las minucias en inconmensurables pinchazos del piso en la piel desnuda. Tampoco podría abandonar el rito a esa altura de las circunstancias.

Tomó fuerzas, obligándose con voluntad y desprecio arrastró en una última convulsión su cuerpo desfallecido hasta una puerta de vidrio opaco. Sobre ella, una inscripción en metal dorado relucía debido a la luz que emanaba la masa tendida, dejando entrever una inscripción: “aquí yace un héroe moribundo, había recorrido tanto para encontrar ésta, su casa, su escalón confortable”.

03/04/08

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