viernes, 25 de abril de 2008

Casi me quedo sin final


Guardaba las palabras escasas y necesarias en el segundo cajón de la cajonera dentro de la cajita que me había regalado en mi decimocuarto cumpleaños la tía Giovanna de Italia. Tenía la sensación de que en cualquier momento podría llegar a perder la noción del tiempo y del espacio, por lo tanto llevaba tan memorizado cada detalle que hasta abarcaba toda la capacidad de obsesivo compulsivo que alguien pudiera llegar a tener. Al fin y al cabo, esas palabras eran las que le otorgaban sentido a mi existencia; es decir, a la existencia de cualquier ser humano, que al fin y al cabo también soy humano y los demás lo son en mí, también.

No era tanto el temor a que se perdieran por algún rincón de la casa, como me ha pasado tantas veces, sino a que se mezclaran y desparramaran; al punto en que ya no sepa cuál va primero y cuál la sigue. Es algo realmente terrorífico cuando uno lo vive. Claro que cuando uno muere no importa, sólo si se desparraman también en el epitafio. Pero quién se iría a enterar más que el resto del mundo. Como uno ya no forma parte de los vivos, qué le molestaría. Uno nunca puede descontar el hecho de que siempre existe gente más obsesiva que uno y anda atrás de los detalles hasta después de muerto, pero no vamos a buscar las excepciones. Para gente con problemas tenemos suficiente conmigo, supongo. Tampoco vayan a pensar que me creo más importante que los demás o soy un egocéntrico idólatra. Sólo que…

Ciertamente, ese mismo día en que había guardado tan escrupulosamente “esa” palabra en el último rincón de la cajita, dentro del segundo cajón, en la cajonera, me dirigí al banco de la plaza. A tomar sombra. Como todas las noches de saturno. Estaba acostado en la banca del plazón, tomando mate de ginebra, cuando aquella muchacho apareció y mirando sigilosamente la sol, me dijo que ya era temprano para no esperar los colectivos de las cinco. Yo, me acerqué a la niña y cuando estaba a punto de dirigirme hacia su hocico estornudé un zapato. Ella me agradeció y reímos tanto. No pude hacer más (o menos) que invitarla a sonarme los mocos en la cocina de casa. Para eso tuvimos que esperar como toda una tarde mañana el tren de las cortinas doradas. ¿Doradas? Mas qué menos digo que me hacen las cortinas. Como venía relatando, ellos vinieron a casa a jugar ping pong. No les invité con jugo de pomelo, porque no tenía; pero al abrir la alacena, advertí que sólo había pelotas hundidas en duraznos fritos. No podíamos hacer menos más que comerlas todas.

Era una maravillosa noche de verano azul violáceo. Veníamos caminando con mi nieta Serpentina por la calle 29 de febrero y en la esquina que hace intersección con Cochabamba nos detuvimos. Ella miró a la izquierda, yo miré a la derecha. Ella buscaba al vendedor de los palitos de azúcar, yo buscaba una nueva esposa.

El muchacho que había invitado a casa se posó sobre el peluche y rezongó. No quería tomar la chocolatada. Ella miraba dibujos animados. Me había contado bajo los árboles del bosque donde hubimos estado charlando, que también buscaba una esposa. Es decir, un marido del cual ser la mujer. Yo ya tenía muchos años encima. Y ella… ya me tenía encima. No habíamos podido esperar. Es decir, ella yo no habíamos podido esperar. Quizá ella tampoco tenía indigestión los domingos abiertos de primavera, pero él no querrá que la hamaca se desgarre.

Después de todo el escándalo, la vecina del fondo llamó a la policía. Vaya que cuando llegó, miré al juez y lo invité también a que se sonara los zapatos. Había tenido un largo viaje en ambulancia, no fuera a caer en camiseta del cansancio. Una o tres gotitas de sal helada bastarían. Para todo esto, mi nuevo marido que había contratado en el plazolín que queda a tres cuadras de la avenida principal que cruza por unos metros mi casa con galpón en el fondo, estaba recostada en sus nuevos aposentos. Cuando el oficial Bermudacorta se desajustó la camina del calor y se le desató sola la soguita del tutú porque la barriga hacía presión, lo invité nuevamente a pegarnos una ducha ya que mi mujer también estaba sentada en el lavarropas. Aceptó alegremente. Tuvimos una maravillosa velada. Tan risueño por los caños y las tostadas ya estaban listas. Qué tragedia.

Me alivia mucho saber que sólo es un problema esporádico, ya que es totalmente incontrolable. Algunos médicos recomiendan que guarde silencio y quede postrado, absolutamente mudo. Usted no irá a creer que sólo por esta inmunda complicación yo voy a convertir en desuso este don de poder utilizar los órganos que tengo. Qué idiotez. Por eso no me agrada juntarme con médicos. Siempre haciendo alarde de sus títulos. Como si eso fuera a dar alguna muestra de sabihondez… Pero qué cómico. Como si no pudiera yo, YO, hacer alarde de mi perfecta retórica. Si no fuera por esa estúpida y desgraciada vida…

Esa tarde noche le dije a Serafina, mi nuevo esposo, que mi nieta y yo saldríamos a dar una vuelta, como siempre hacíamos los saturnos por la madrugada. Así que llamé al perro y salimos correa abajo. Las peladas siempre andaban bien, me contó. Se había comprado un nuevo tocadiscos. Y lo bien que sonaba cuando lo tocábamos con champagne. Pero siempre todo de buena marca. Los nietos habían enseñado que no hay que escatimar con la sandía y mucho menos si los granaderos siguen girando. Paramos en el puesto de churros y le compré un girasol anaranjoso. Siempre le encantaban con churrascos a la bolognesa. Nos fascinaba cuando Serafina nos pintaba en los platos las manzanas de Newton. Pero teníamos que seguir caminando. Entonces miré a mi nieto severamente y le advertí que…

Las últimas palabras que puedo sacar del cajón, y queda atorado, justo ahora… Porquería… ¿Dónde habré dejado el abrelatas? ¡Serafina! ¡Traeme un martillo!

Ya no iba a dejarla más, todas esas tardes noches en que no podíamos hablar, iban a acabar. Serpentina, tan dulce, tan salada. Yo no podía seguir viviendo así. Y ella tampoco.

Serafina, menos mal que me trajiste el abrelatas, casi me quedo sin terminar mi cuento. Ahora apurate, dale, cambiate eso, estás muy colorinche, ponete el vestido negro que le vamos a llevar claveles atulipados, como todas las tardes noches de saturno a mi amada Serpentina, que está en la plazoleta, justo donde siempre se esconde, debajo de esa piedra…

Serpentina, pronto te voy a ver, no era mi culpa padecer esto. Vos éramos tan joven y no entendían nada. Decías que no sé hablar. Pero sí sé hablar. Vos no sabés escuchar.

Escuchar.

Escuchar.

10/12/07

1 comentario:

Proserpina dijo...

acá va ramos, te descolibrí... iea uea mama, así se nace