viernes, 25 de abril de 2008

Frenesí



Giraba la cabeza en un ángulo de setenta grados cada vez que alguien llamaba su atención. Aquella noche era un muchacho el que resaltó entre aquel gentío. Tenía esa maldita (o bendita) costumbre de fundirse con aquel que pasara; caminar a su compás, pensar a su ritmo, hablar a su letra.

Al doblar él la esquina, ella continuó en la dirección en que venía, al menos sus piernas lo hicieron… Los ojos captaban lo que Francis miraba, la mente…

Esta vez no pudo evitar que ese hombre la poseyera, o más bien ella lo poseyera. De todos modos la situación era insólita. Es decir, no es que Eleuteria fuera otro, ese muchacho. Es que era ambos a la vez. Cómo describirlo. Quizá sea mejor remitirse a los hechos concretos, el resto se dará por sentado…

Era la calle, la misma calle por la que acostumbraba marchar todas las noches, en busca de gente con la cual tener alguna empatía en particular. Si bien ella era tan perceptiva, no todos eran compatibles. Pues con él ese joven tan deforme y peculiar, le era absurdo evitar el contacto. Era imperiosa la fusión.

Su furia la retraía, se dejaban penetrar con los pensamientos imberbes. Una atracción rusa, tosca. Ambos callados, alguno gritaba tanto interiormente que las tripas se anudaban. El otro quería ensordecer para no escucharse. Urgía la necesidad de correr hasta la punta más añeja de los cuerpos, el rincón más hundido, más trágico. Lo odiaba.

Eleuteria miró por sobre el hombro de la mujer que estaba pasando a su derecha. Ahora simplemente era él, ya no poseía más la capacidad de estar en sí misma. Pertenecía a Francis.

El cuerpo ahora ausente de ella vagaba opuestamente a los fusionados. Se desharía en cualquier momento, convirtiéndose en un montículo de cenizas. O tal vez siguiera vagando, por las calles, sin rumbo, eternamente, como tantos otros cuerpos, vacíos. Totalmente huecos de vida.

Goteaba sudor, ganas de plasmar en una nota la demencia que circundaba. El tacto soso, la pista de cera. Comenzó a chorrear angustia. Primero se derritió el instinto. Luego los pies fueron absorbidos por el suelo, y la salsa cerebral escapó. En reemplazo, una pasta de sensaciones invadió una parte del OTRO cuerpo (acaso todo).

Trenzaban un suicidio mutuo, enervados, excitados. Permitió, Eleuteria, que él tocara el rostro que los encerraba. No entendían por qué.

Sin embargo seguían (o seguía alguno) caminando. Querían tener una presión externa que explicara el porqué de los cuerpos plegados. El plegamiento, la eclosión aislada. Claro que era una eclosión, la de sus esencias. Y es que urgía tanto ese acto intolerable del suicidio mutuo porque lo intolerable eran ellos, era que no había prueba física de la fricción mental, del terror que ocasionaba esa demencia conjunta.

Él es demasiado natural para ella. Ella no soporta el control propio que él alberga en su naturalidad. Él adora la aberración de ella. Ellos son opuestos, y están disueltos y enredados. Es un enredo tan profundo que no puede continuar.

Son apocalípticos. Y este universo nunca fue fundado.

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